Esto es Córdoba

Leyenda
“La Mulata de Córdoba”

La Leyenda de “La Mulata de Córdoba”

Versión de Adriana Balmori Aguirre

Sentada en la proa de su velero, cerró los ojos y recordó cuando, escondida tras los matorrales agazapada y silenciosa, esperaba el paso de una liebre y la atrapaba, para al llegar a su casa amainar la tormenta de golpes y regaños por su ausencia. Desde la muerte de su padre, prefería salir y perderse en la serranía. Al volver, uno o dos días después, Rufina la agria viuda de su padre no le hacía mucho caso pero ¡cómo la regañaba!, como si ella le importara; extrañaba tanto los brazos de su padre, más cuando la alzaba y mirándole a los ojos verdes le decía: son los de tu abuela Carmiña, la que dejé en el pueblo al otro lado del mar y se quedaba muy pensativo; a ella oír eso le encantaba, aunque más tarde estuvo segura que a la abuela lejana no le hubiera gustado tener una nieta mulata, “mi Mulata” le decía su padre y Mulata le dijeron todos.

Nunca preguntaba por su madre porque a él se le hacían agua los ojos, sólo a la abuela Refugio, la negra mamá Cuca, le podía preguntar, porque ella era la que le decía cuanto quería saber. A su padre nunca le molestó que la vieja subiera a buscarla hasta la sierra, donde vivían, “del Gallego” le decían, porque de Galicia era su padre, ni le prohibía que la llevara a buscar plantas y flores; a su modo, hosco y rudo apreciaba a la negra que parecía saberlo todo, y todo… a ella se lo enseñó.

No sabía cómo, pero había noches que sentía una brisa cálida entrar por la ventana de su cuarto, salía corriendo al patio y en la oscuridad, siempre atrás de los izotes descubría los ojos y los dientes de mamá Cuca, que rodeando la Villa de Córdoba, después de dos días de camino y muy silenciosa llegaba por ella, venía de lejos, tal vez de Amatlán porque se cree que vivía en la hacienda de Guadalupe, donde su niña –ama, que era muy buena la dejaba ir sin muchas preguntas, sólo sabía que iba por “medicinas”.

Llegaba de tarde a la villa, entraba por el barrio de San Miguel, sólo de indios, y alcanzando el Camino Real, seguía hacia el norte hasta empezar a subir la serranía del Matlaquíahuitl y llegar a la casa para buscar a Mulata.
Siendo aún muy niña, viéndola la abuela tan despierta e intuitiva, le enseñó de hierbas, las buenas y las malas. Más grande aprendió de animales: cuántos anillos tiene la serpiente buena, cuántos la mala, si con su veneno mata o con su veneno cura, cuándo se usa la hiel del pez o la bilis del conejo, cuándo piden agua los animales, cuándo alertan del peligro; la ayudó a escuchar cenzontles, torcazas, tóngonos o tordos, a oler la lluvia, a oír y sentir el suelo. A mirar las nubes, la luna y las estrellas y a saber las horas. Le hablaba palabras o frases de otros idiomas, de mis negros abuelos de donde le dicen África, le contó una vez.

A los 15 años, ya casi mujer, convertida en una bella y sensual doncella, Cuca le dijo del ser humano; cómo curarlo si la enfermedad era del cuerpo y cómo si era del alma, también le enseñó a traer la vida al mundo y a retrasar la muerte. Sobre todo, la previno de envidias y malas y bajas pasiones; le mostró el poder de su mente, pero también le habló del Señor Todopoderoso, de los sentimientos nobles y del amor al prójimo.
Llegó el momento que la vieja y cansada mamá Cuca, no subió más, los días pasaban y Mulata la extrañaba. Una noche fría, muy fría y muy húmeda de invierno, sintió la misma cálida brisa y salió corriendo, entre la niebla espesa sólo pudo entrever una luz como si fuera una vela, que se alejaba subiendo. No lo adivinó, tuvo la certeza que era la despedida. Le dijo adiós y la guardó para siempre en su corazón.

A la noche siguiente juntó cuanto tenía, con un zurrón y un pequeño hatillo, bien abrigada, bajó hasta las afueras de la Villa de Córdoba y buscando en las orillas del Río de la Piedras que también le decían San Antonio, no le fue muy difícil encontrar la pequeña casa que con santo y seña le había descrito y dejado preparada la negra Cuca.
Así de la noche a la mañana en la Villa de Córdoba, apareció la Mulata y comenzó la leyenda. Sumamente discreta a nadie confió su origen ni la fuente de sus saberes, o poderes como la gente pronto dio por llamar a sus dotes. Solícita curó vecinos, ayudó en problemas y fue conocida y reconocida en toda la Villa.

Su porte altivo y elegante al atravesar la plaza mayor camino al templo, llamaba la atención de todos, y al verla de cerca, sus ojos verdes, el pelo ensortijado y la piel oscura y dorada, su belleza toda, cautivaba a muchos de los jóvenes hidalgos de la Villa, los que siempre fueron rechazados por ella con tal gracia y aire de confidencialidad que, aunque despechados, nunca lo divulgaron. Sí se sabía que hacía largos recorridos hasta lejanas haciendas para atender a esclavos enfermos y más de una vez la observaron caminar hacia el norte a un no muy cercano palenque a curar cimarrones evadidos, los que se sorprendían que les hablara en sus propias lenguas negras. En numerosas ocasiones a media noche era llevada a alguna lujosa mansión a atender un parto o alguna dolencia o a dar un consejo con su gran intuición. Nunca cobraba nada a nadie, pero todo aquello con lo que la recompensaban, en oro o en especie, era para ayudar a los más necesitados.

Los años pasaban y ella mantenía su porte juvenil, su terso cutis y su proverbial belleza gracias a su vida sobria, a sus pócimas y cocimientos, con lo que las habladurías empezaron, pareciera que tiene pacto con el maligno dijeron.
El colmo fue cuando un conocido e importante miembro de la Alcaldía, nombrado por el virrey, se enamoró de ella, se encaprichó y quiso abusar de su poder. Sucediendo lo mismo que con los otros: fue despreciado. Ciego de rabia la acusó de hechicera, lo que sirvió para que todas las envidias y rencores por muchos contenidos, tuvieran rienda suelta, por lo que se desató la verdadera cacería de una bruja.

El caso llegó a oídos de la temida y temible Inquisición. Sin juicio previo fue acusada de brujería, aprehendida y condenada a morir quemada con leña verde. Inmediatamente fue llevada al puerto de Veracruz y confinada a una húmeda y lúgubre mazmorra en la fortaleza de San Juan de Ulúa, a esperar su ejecución.

Desde su llegada a la prisión se ganó el aprecio de su carcelero, recomendándole remedios para sus viejas dolencias y los achaques de su mujer. Su trato cortés, seguramente aunado a su impresionante belleza hizo que el curtido custodio le diera toda su confianza. Por lo que una somnolienta y calurosa tarde le pidió un carboncillo o un yeso para dibujar y matar el aburrimiento. El buen hombre lo buscó hasta conseguirlo y al día siguiente se lo entregó. De inmediato ella se puso a dibujar en la gruesa pared de piedra múcara que tenía una ventanuca circular que daba al mar, mientras, y debido al sopor del encerrado lugar, su guardián dormitaba, poco después al despertar, vio con asombro dibujado un magnífico velero con todos sus detalles, las velas henchidas y con proa al mar, entonces Mulata le preguntó ¿qué le falta a mi barco?, el hombre contestó, ¡sólo navegar!! ¡Pues navegará! dijo ella y dando un salto abordó la nave, que traspasando el grueso muro flotó sobre el mar, el atónito carcelero no podía dar crédito a lo que veían sus ojos mientras el barco cada vez se alejaba más.

El pobre hombre se cansó de repetir a sus superiores y a quien quisiera oírlo lo que había sucedido en sus propias narices. Nadie le creyó y lo dieron por loco. Así prefirió el hombre que lo creyeran, pero él siempre supo que fue verdad

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Nunca preguntaba por su madre porque a él se le hacían agua los ojos, sólo a la abuela Refugio, la negra mamá Cuca, le podía preguntar, porque ella era la que le decía cuanto quería saber. A su padre nunca le molestó que la vieja subiera a buscarla hasta la sierra, donde vivían, “del Gallego” le decían, porque de Galicia era su padre, ni le prohibía que la llevara a buscar plantas y flores; a su modo, hosco y rudo apreciaba a la negra que parecía saberlo todo, y todo… a ella se lo enseñó.

No sabía cómo, pero había noches que sentía una brisa cálida entrar por la ventana de su cuarto, salía corriendo al patio y en la oscuridad, siempre atrás de los izotes descubría los ojos y los dientes de mamá Cuca, que rodeando la Villa de Córdoba, después de dos días de camino y muy silenciosa llegaba por ella, venía de lejos, tal vez de Amatlán porque se cree que vivía en la hacienda de Guadalupe, donde su niña –ama, que era muy buena la dejaba ir sin muchas preguntas, sólo sabía que iba por “medicinas”.

Llegaba de tarde a la villa, entraba por el barrio de San Miguel, sólo de indios, y alcanzando el Camino Real, seguía hacia el norte hasta empezar a subir la serranía del Matlaquíahuitl y llegar a la casa para buscar a Mulata.
Siendo aún muy niña, viéndola la abuela tan despierta e intuitiva, le enseñó de hierbas, las buenas y las malas. Más grande aprendió de animales: cuántos anillos tiene la serpiente buena, cuántos la mala, si con su veneno mata o con su veneno cura, cuándo se usa la hiel del pez o la bilis del conejo, cuándo piden agua los animales, cuándo alertan del peligro; la ayudó a escuchar cenzontles, torcazas, tóngonos o tordos, a oler la lluvia, a oír y sentir el suelo. A mirar las nubes, la luna y las estrellas y a saber las horas. Le hablaba palabras o frases de otros idiomas, de mis negros abuelos de donde le dicen África, le contó una vez.

A los 15 años, ya casi mujer, convertida en una bella y sensual doncella, Cuca le dijo del ser humano; cómo curarlo si la enfermedad era del cuerpo y cómo si era del alma, también le enseñó a traer la vida al mundo y a retrasar la muerte. Sobre todo, la previno de envidias y malas y bajas pasiones; le mostró el poder de su mente, pero también le habló del Señor Todopoderoso, de los sentimientos nobles y del amor al prójimo.
Llegó el momento que la vieja y cansada mamá Cuca, no subió más, los días pasaban y Mulata la extrañaba. Una noche fría, muy fría y muy húmeda de invierno, sintió la misma cálida brisa y salió corriendo, entre la niebla espesa sólo pudo entrever una luz como si fuera una vela, que se alejaba subiendo. No lo adivinó, tuvo la certeza que era la despedida. Le dijo adiós y la guardó para siempre en su corazón.

A la noche siguiente juntó cuanto tenía, con un zurrón y un pequeño hatillo, bien abrigada, bajó hasta las afueras de la Villa de Córdoba y buscando en las orillas del Río de la Piedras que también le decían San Antonio, no le fue muy difícil encontrar la pequeña casa que con santo y seña le había descrito y dejado preparada la negra Cuca.
Así de la noche a la mañana en la Villa de Córdoba, apareció la Mulata y comenzó la leyenda. Sumamente discreta a nadie confió su origen ni la fuente de sus saberes, o poderes como la gente pronto dio por llamar a sus dotes. Solícita curó vecinos, ayudó en problemas y fue conocida y reconocida en toda la Villa.

Su porte altivo y elegante al atravesar la plaza mayor camino al templo, llamaba la atención de todos, y al verla de cerca, sus ojos verdes, el pelo ensortijado y la piel oscura y dorada, su belleza toda, cautivaba a muchos de los jóvenes hidalgos de la Villa, los que siempre fueron rechazados por ella con tal gracia y aire de confidencialidad que, aunque despechados, nunca lo divulgaron. Sí se sabía que hacía largos recorridos hasta lejanas haciendas para atender a esclavos enfermos y más de una vez la observaron caminar hacia el norte a un no muy cercano palenque a curar cimarrones evadidos, los que se sorprendían que les hablara en sus propias lenguas negras. En numerosas ocasiones a media noche era llevada a alguna lujosa mansión a atender un parto o alguna dolencia o a dar un consejo con su gran intuición. Nunca cobraba nada a nadie, pero todo aquello con lo que la recompensaban, en oro o en especie, era para ayudar a los más necesitados.

Los años pasaban y ella mantenía su porte juvenil, su terso cutis y su proverbial belleza gracias a su vida sobria, a sus pócimas y cocimientos, con lo que las habladurías empezaron, pareciera que tiene pacto con el maligno dijeron.
El colmo fue cuando un conocido e importante miembro de la Alcaldía, nombrado por el virrey, se enamoró de ella, se encaprichó y quiso abusar de su poder. Sucediendo lo mismo que con los otros: fue despreciado. Ciego de rabia la acusó de hechicera, lo que sirvió para que todas las envidias y rencores por muchos contenidos, tuvieran rienda suelta, por lo que se desató la verdadera cacería de una bruja.

El caso llegó a oídos de la temida y temible Inquisición. Sin juicio previo fue acusada de brujería, aprehendida y condenada a morir quemada con leña verde. Inmediatamente fue llevada al puerto de Veracruz y confinada a una húmeda y lúgubre mazmorra en la fortaleza de San Juan de Ulúa, a esperar su ejecución.

Desde su llegada a la prisión se ganó el aprecio de su carcelero, recomendándole remedios para sus viejas dolencias y los achaques de su mujer. Su trato cortés, seguramente aunado a su impresionante belleza hizo que el curtido custodio le diera toda su confianza. Por lo que una somnolienta y calurosa tarde le pidió un carboncillo o un yeso para dibujar y matar el aburrimiento. El buen hombre lo buscó hasta conseguirlo y al día siguiente se lo entregó. De inmediato ella se puso a dibujar en la gruesa pared de piedra múcara que tenía una ventanuca circular que daba al mar, mientras, y debido al sopor del encerrado lugar, su guardián dormitaba, poco después al despertar, vio con asombro dibujado un magnífico velero con todos sus detalles, las velas henchidas y con proa al mar, entonces Mulata le preguntó ¿qué le falta a mi barco?, el hombre contestó, ¡sólo navegar!! ¡Pues navegará! dijo ella y dando un salto abordó la nave, que traspasando el grueso muro flotó sobre el mar, el atónito carcelero no podía dar crédito a lo que veían sus ojos mientras el barco cada vez se alejaba más.

El pobre hombre se cansó de repetir a sus superiores y a quien quisiera oírlo lo que había sucedido en sus propias narices. Nadie le creyó y lo dieron por loco. Así prefirió el hombre que lo creyeran, pero él siempre supo que fue verdad

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